Rellano de una escalera. Pasos precipitados.
CLOTILDE. – ¿Habéis oído?
ISABEL. – Pues claro.
FINA. – ¡Lo hemos oído todos!
ALFREDO. – Para no oírlo.
ISABEL. – Ha sido en casa de Diógenes.
FINA. – ¿Cómo lo sabes?
CLOTILDE. – Eso ¿cómo lo sabes?
ISABEL. – Porque el ruido sale de ahí.
ALFREDO. – Y porque no puede ser otro.
CLOTILDE. – ‘Y porque no puede ser otro’, ‘y porque no puede ser otro’… ¡Qué tonterías dices y qué mala leche tienes, hijo!
ALFREDO. – ¿Mala leche? Lo que estoy es hasta los cojones.
FINA. – ¡Alfredo, cálmese y abra la puerta!
ALFREDO. – ¿Por qué la tengo que abrir yo?
ISABEL. – Usted es el más fuerte y nosotras ya no tenemos edad para empujar la puerta.
CLOTILDE. – ¡Dios mío, si está abierta!
ALFREDO. – Siempre la tiene abierta.
CLOTILDE. – ¿De verdad? Nunca me había dado cuenta.
ALFREDO. – No me extraña.
FINA. – Muy bien, si Alfredo no se atreve a abrir esa puerta, llamemos a los municipales.
ISABEL. – No sea usted descortés y abra la puerta. Nosotras entraremos con usted.
FINA. – Isabel, no ves que ni puede, ni quiere.
CLOTILDE. – ¡Menos mal que tenemos un hombre en la finca!
ALFREDO. – ¡Ya está bien! No se puede abrir la puerta así, como así… No sabemos lo que ha pasado. Ni siquiera si ha pasado algo.
FINA. – ¿Qué va a pasar, hombre? Abra la puerta y no sea miedoso.
Alfredo se dispone a abrir. Suena un teléfono e inmediatamente después un disparo. Silencio.
(LE TOCA A FULGENCIO M. LAX)